Callar pecados mortales en la confesión, (UN
HORRIBLE EJEMPLO) Por el P. Fr. Andrés Ma. Solla García.
En la
provincia de Güeldres hubo una mujer que por espacio de once años calló en la
confesión un pecado de deshonestidad que había cometido. Pasando por el pueblo
en que vivía esta mujer, dos religiosos de la Orden de nuestro Padre Santo
Domingo, uno Sacerdote y otro lego, se acercó al primero, creyendo
ocasión oportuna de confesar a aquel desconocido el pecado que tantas veces
había callado, y le pidió que la oyese de confesión. Accedió gustoso el
religioso y mientras la confesaba, el compañero permaneció en oración en la
misma iglesia, y luego observó que mientras aquella mujer se confesaba salían
de ella muchas y asquerosas culebras, y que una más disforme y asquerosa que
las demás, asomaba de cuando en cuando la cabeza para salir, más luego
volvía a recogerse, y que cuando se hubo recogido del todo al terminar la
confesión, todas las demás que habían salido volvieron a entrar en aquella
mujer. Acabada la confesión, los dos religiosos siguieron su camino, y
andadas algunas millas, el religioso lego refirió al otro la visión que había
tenido en la iglesia. Este sospechó al momento lo que aquella visión
significaba, y determinó volver atrás con el objeto de decir a aquella mujer
que volviese al confesonario, más al llegar al pueblo luego les dieron la
infausta noticia de que aquella mujer muriera de repente al entrar en su
habitación. Consternados los religiosos al oírlo, determinaron pasar tres
días en ayuno y oración, pidiendo a Dios que se dignase manifestarles el estado
de aquella alma en el otro mundo. En la
noche del tercer día se les apareció aquella infeliz mujer rodeada de
abrasadoras llamas, y arrastrada por un demonio en figura de horrible dragón;
al rededor del cuello tenía enroscadas dos serpientes que la oprimían la
garganta y le mordían cruelmente los pechos; en la cabeza una víbora horrible
que la punzaba sin cesar; en los ojos dos sabandijas asquerosísimas que la
roían sin descanso; en los oídos saetas encendidas que la penetraban hasta el
cerebro; de su boca salían llamas de fuego, y dos monstruosos perros la
atenazaban y mordían continuamente las manos y los pies, atados con cadenas de
fierro candente; y dando un espantoso grito, dijo: ¡Ay de mí! ¡Yo
soy la misma desventurada mujer que habéis confesado hace tres días! Aquellas
asquerosas culebras que salían de mí, eran los pecados que iba confesando, y
aquella otra más disforme era figura de un pecado deshonesto que siempre he
callado por vergüenza en las confesiones. Al ver en vos un confesor desconocido
intenté confesarlo, pero él demonio me sugirió tal vergüenza que volví a
callarlo como siempre. Por eso ha visto vuestro compañero que al terminar
la confesión se recogió definitivamente, y con el volvieron a mi todos los
demás que había confesado. ¡Ay¡ ¡Y ¡cuánto me atormentan ahora y cuan
fácilmente pude confesarlos todos y salvarme! Pero
cansado Dios de sufrirme tantos pecados y sacrilegios, me mandó una muerte
repentina, y me arrojó a los infiernos, en donde soy atormentada horrorosamente
por los demonios en figura de horribles animales.
Esta víbora que traigo en la cabeza es un demonio que me atormenta
espantosamente por mi orgullo y soberbia, y por la vanidad y esmerado cuidado
en adornarme para servir de lazo a las almas de los jóvenes incautos y
lascivos; las sabandijas que me roen los ojos son otros dos demonios que me
atormentan sin cesar por mis miradas impuras y libidinosas; estas saetas
encendidas me traspasan los oídos, por haber puesto atención y escuchado con
gusto murmuraciones, palabras torpes y canciones deshonestas; estas serpientes que
traigo enroscadas al cuello son también otros dos demonios que me ahogan la
garganta y me muerden los pechos, por haberlos llevado siempre con poco recato,
y a veces de un modo provocativo, por los abrazos deshonestos que he admitido,
y por las alhajas y preseas con que excesivamente me he adornado; estos perros
rabiosos me atenazan las manos y los pies por mis malas acciones y tocamientos
impuros, por mis bailes y paseos a los sitios en que se ofendía a Dios; pero lo
que más me atormenta sobre todo esto, es este formidable dragón que me
arrastra. Esteme roe y despedázalas entrañas, me punza el corazón, me aprieta y
atormenta en todos los miembros que han servido a la iniquidad, me recuerda
todos mis pecados, y por cada especie de ellos me da un tormento particular
insufrible.
¡Desgraciada de mí! ¡Ya no tengo remedio! ¡Para mí se acabó ya el tiempo de la
misericordia! ¡Ay! ¡Y cuan fácilmente pude salvarme! ¡Oh maldita vergüenza que
me has abandonado para pecar, y me has atado para confesarme! Dicho esto dió un grito
espantoso, abrióse la tierra, y el horrible dragón la arrastró consigo a los
infiernos, en donde sus tormentos jamás tendrán fin.
¿Y qué ha de ser de ti oh cristiano, que esto lees, si por tu desgracia has
callado algunos pecados en la confesión, y no té resuelves a confesarlos cuanto
antes? ¿Qué ha de ser de ti si al momento no reparas por medio de una confesión
general, tantos pecados, tantos sacrilegios como has cometido? ¿No temes que te
suceda lo que a aquella desventurada mujer? Ella había callado un solo pecado mortal, y por
más que confesó los demás, ninguno le fué perdonado, y por todos es y será
eternamente atormentada en los infiernos. Otro tanto te sucederá a ti
seguramente si la muerte te sorprende en ese mal estado. ¡No lo permita
Dios!