Queridos hermanos, satanás es el gran pervertido y el gran
pervertidor de las almas. Es la lujuria, la obscenidad, la
deshonestidad, la impudicia, el incitador de las bajas pasiones. Goza
provocando a sus víctimas con el goce carnal; goza tentándolas con la
curiosidad de la carne. Es el monstruo de iniquidad. Se enorgullece de
sus atributos sexuales, y con ellos lleva la tentación por doquier. Se
presenta horroroso, monstruoso y sexual, aunque previamente se ha
presentado atractivo y seductor ante sus víctimas. Seduce a las almas,
una y otra vez; conoce las debilidades humanas, sabe la inconstancia de
las almas en su fidelidad a Dios, en su vida de oración, de sacrificio y
de penitencia. Es el gran instigador y confabulador para arrancar de
las vidas de los hombres todo vestigio de piedad. Desprecia la vida
ascética, y promulga la vida “alegre”, de goce, placer y diversión.
Conociendo la fragilidad humana, no cede hasta salir victorioso ante su
“presa”.
Es un monstruo horrible de horrorosa presencia, que inocula el hedor
insoportable del pecado de lujuria; se regodea incitando y tentado a las
almas, Prende el “fuego” de la concupiscencia, y deja que se abrasen
las almas. Todo en él es “fuego” de eterna condenación, es el “fuego” en
que se desenvuelve su infernal existencia. Su lucha contra la pureza,
pudor y castidad es implacable, constante, perseverante, y muchísimas
veces exitosa. Un alma hundida en el cieno de la lujuria, es un alma más
cerca del infierno que del Cielo; es un candidato al “fuego” eterno,
que no se consume de la pasión y deseo carnales. La condenación del
lujurioso es inexplicable por su sufrimiento atroz; el sufrimiento en el
infierno del lujurioso es espantoso.
Es el pérfido pervertido y pervertidor. Es la lujuria en toda su
“grandeza”; padre de la mentira, consigue convencer a las almas incautas
y desprevenidas, y falsamente seguras de sí mismas, que ceden al
escucharle, cayendo en sus garras. El laberinto de la concupiscencia es
de difícil salida una vez introducido en él; magistralmente sabe
arrastrar a las almas cada vez más al fondo de la tenebrosidad del
pecado, anulando el entendimiento y debilitando la voluntad.
La lujuria es el rostro de satanás. Su monstruosa figura, su
repugnante rostro, su vomitiva actitud licenciosa, todo es el rostro de
la lujuria. Misteriosa atracción la de la carne, cuya fuerza derrumba a
los más aparentemente fuertes, los que desprecian la Cruz de Cristo, o
no se refugian en ella, los que fundamentan su seguridad en su propia
naturaleza. ¡Ay del que se para a escuchar la voz inicialmente seductora
de la lujuria! Ha quedado atrapado en su seducción, y rodeado de mil
lazos que lo atenazan y paralizan. La lujuria es despiadada y
destructora, por donde pasa todo lo destruye, todo termina en llanto y
lamento; la víctima queda abatida y desvalida.
Señor, llénanos de tu encendida caridad.
Extraño momento el que vivimos en la Iglesia, y, por extraño, muy
oscuro e inquietante, y no menos tremendamente doloroso. Cada vez
proliferan más los clérigos abanderados de la lujuria, propagando con
total impunidad -con apoyo jerárquico- el hedor de tal pecado.
Adulterio. Sodomía, relaciones sexuales promiscuas, anticonceptivos…, el
pecado de la carne a tomado asiento en la Iglesia, con desprecio a los
Mandamientos de la Ley de Dios. Ni siquiera la gloria del sacerdocio
católico, su celibato, se queda al margen de este taque a la pureza y
castidad, a la mismísima Ley divina, y a la ley de la Iglesia.
¡Oh Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, con qué amor nos amas, que has dado tal poderío al mismísimo satanás sobre tu sagrado Cuerpo (Zac. 3, 1) en tu sagrada Pasión! Ahí estaba satanás, a tu derecha, para acusarte (Zac. 3, 1). Y aquí están esos “hijos” tuyos exaltando el pecado, atentando contra tus Mandamientos y contra tus mismísimas Sagradas Escrituras.
Queridos hermanos, pidamos al Señor que nos llene de su encendida caridad,
pues más lleno está Su Corazón de amor por sus enemigos, dispuesto a
sufrir para que se salven, que el corazón de éstos de aborrecimientos
para dañar, maltratar y ofender al Señor.
Que el Señor nos llene de su encendida caridad, para que podamos imitar Su invencible paciencia, y, así, permanezcamos fieles hasta el final de nuestros días a la inmutable enseñanza tradicional de la Iglesia católica.
Ave María Purísima.Padre Juan Manuel Rodríguez de la Rosa
Fuente: adelante la fe
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